...habrá que pensar en un después y muy lejos.
Algo regamos mal, porque por dentro
nos crecieron candados de llaves ajenas.
Silencios que en su estado avanzado
de putrefacción no eran nada más que eso: silencios.
Como un enorme desierto de arena y
de nada,
como montañas inquebrantables
ocultas bajo el espeso sudor de una niebla.
El vacío también es un sentimiento.
Así que cuando vi tus ojos llenos
de lágrimas dejé de creer en los oasis.
Llegados a un ahora que no lo
parece, disfrazados de distancia como en común acuerdo,
con esa belleza que tienen las
fotos en blanco y negro de siglos pasados
nos miramos
consumiéndonos el uno al otro con
un pronóstico de ceniza en cada calada.
Desgastados como neumáticos viejos
y asumidos
como el imposible amanecer de un
sueño al que se da por perdido,
sin poder dirigir la osadía
ni encontrarle a la valentía un
timón,
rotos
como unos vaqueros
o como una mirada que empieza a
recoger los cristales
del espejo interior
goteando crucigramas de adioses
que van bajando por nuestras
mejillas.
Se cayó la bandeja de plata y con
ella
la bebida, mi amor.
Llegados a este aquí tan distante,
a esta rutina de esquelas que es la tristeza en cada palabra,
vulgares en los gestos y hábiles en
los amaños,
con las trampas colocadas alrededor
nuestro por si alguno quisiera huir
y no supiera
creo
que no me preocupa tanto el
hacernos daño
como que estemos en ese punto en
que seamos incapaces de hacérnoslo.
Apagados,
como la leña después del fuego,
soplamos la ceniza que queda en nosotros
resignándonos a limpiar al menos lo
que ya no arde.
Porque cuando se nos hizo tarde
todavía no éramos viejos
pero ya no había vaho en nuestros
suspiros,
parecía invierno
y con un beso
volvimos cada uno a ese frío del tu
a lo tuyo
y yo a lo mío.