miércoles, 24 de abril de 2013

Domingo de resurrección - Carlos Salem

Pertenecer,
ser miembro de una tribu,
un club de fútbol
o una asociación de vecinos
en la que no sea siempre el raro
el sospechoso.

Inaugurar rituales del afecto que sobrevivan sin oxígeno.
plantas que florezcan aunque no las riegue.
un ordenador portátil que me preste su memoria.
una piel ajena que no acabe por sobrarme.
Algo,
alguien,
más que yo,
a quien odiar los domingos por la tarde.

Este vacío está repleto;
es un ascensor que avanza de costado,
un tren submarino,
un avión recorriendo la carretera secundaria
por la que hago autostop
con las manos en el bolsillo;
para maldecir sin ganas
a los coches que no paran,
que no adivinan adónde quiero ir;
para ignorar a los que se detienen
y me ofrecen un viaje hacia el pueblo
que ya no me interesa visitar.

Solo.

Porque no aprendí
a pertenecer del todo a nadie,
y siempre me pareció una cursilada
el asunto del zorro y el principito.
Puede que muera solo,
pero eso de dejarse domesticar
como requisito para ser querido,
me sigue sonando a trueque
en el que alguien pierde
y casi nunca soy yo.

Sólo.
Aunque esta noche la memoria de tu cuerpo lata pegado al mío
y me muerda los labios para no rogar
que te quedes,
que te marches para siempre,
que nunca hayas venido,
que me abras otra vez
ese refugio de ti
y me encierres en él
durante cinco eternidades

cierra la puerta al salir
querida.
Soy inmortal pero a veces lo olvido
y tú me lo recuerdas
cuando es demasiado tarde.

Y ya no estás.

Y sigo solo.

No se está tan mal
si logro sintonizar una radio
con canciones que me digan quién soy
si me reconozco y me saludo
y decido caminar lo que me queda de domingo

sin suicidarme.

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