Yo amé, con perdón.
Amé por encima de todas
las cosas, que es,
permítanme que les diga,
de la única forma en que
se puede amar.
Yo viví
en un cálido regazo del
amor,
protegido bajo su techo,
comiendo de su misma
mano,
aprendiendo el fuego
hasta verlo arder,
hasta quemarnos.
Compartí su sudor
y ascendí en su alegría
de peldaño en peldaño.
Es decir: de dos en dos.
¿Sabéis qué?
Yo tampoco creía en la
magia hasta que la vi.
A ella.
Irradiándola,
desprendiéndola,
descontrolando el tiempo
y cargándose con un
gesto cualquier rutina impuesta,
criando una primavera en
cada estación.
Solo querría decirles
eso.
Decirles: yo tuve un
reino y lo llamé hogar.
Y fue tan inmenso como
el más pequeño de los detalles.
Una puta barbaridad.
Así debía de ser mi
cuento.
Sin embargo, escribo
desde el dolor aquel
en que solíamos gritar
que todo acaba mal
porque si no, no
acabaría.
Así fue
que todo se llenó de
distancia
y de sangre,
todo se ensució de
grietas y pudriéndo-
se pasó como una enfermedad
se pasó como una enfermedad
por delante de nosotros,
un olvido por encima de
nosotros
paseándose
jodiéndonos,
diciéndonos adiós,
a Dios reclamadle.
Estas son mis ruinas y
esta es mi voz.
Un paseo con vistas a
los escombros.
Si veis al amor por ahí,
solo decidle que lo siento.
Que el frío se ha hecho
ciudad
y yo, solo, he aprendido
a quemarme.
Que la poesía pague los
destrozos
y su recuerdo sea mi
única migaja de calor.
Esta es la historia de
un derrumbamiento.
El infierno hecho
paisaje.
Mi baile nupcial sobre el
lodo.
Un invierno sin sol.
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